Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de las Vocaciones 2016

17 de abril 2016 – IV Domingo de Pascua
La Iglesia, madre de vocaciones

Queridos hermanos y hermanas:

Cómo desearía que, a lo largo del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, todos los bautizados pudieran experimentar el gozo de pertenecer a la Iglesia. Ojalá puedan redescubrir que la vocación cristiana, así como las vocaciones particulares, nacen en el seno del Pueblo de Dios y son dones de la divina misericordia. La Iglesia es la casa de la misericordia y la «tierra» donde la vocación germina, crece y da fruto.

Por eso, invito a todos los fieles, con ocasión de esta 53ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, a contemplar la comunidad apostólica y a agradecer la mediación de la comunidad en su propio camino vocacional. En la Bula de convocatoria del Jubileo Extraordinario de la Misericordia recordaba las palabras de san Beda el Venerable referentes a la vocación de san Mateo:misereando atque eligendo (Misericordiae vultus, 8). La acción misericordiosa del Señor perdona nuestros pecados y nos abre a la vida nueva que se concreta en la llamada al seguimiento y a la misión. Toda vocación en la Iglesia tiene su origen en la mirada compasiva de Jesús. Conversión y vocación son como las dos caras de una sola moneda y se implican mutuamente a lo largo de la vida del discípulo misionero.

El beato Pablo VI, en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, describió los pasos del proceso evangelizador. Uno de ellos es la adhesión a la comunidad cristiana (cf. n. 23), esa comunidad de la cual el discípulo del Señor ha recibido el testimonio de la fe y el anuncio explícito de la misericordia del Señor. Esta incorporación comunitaria incluye toda la riqueza de la vida eclesial, especialmente los Sacramentos. La Iglesia no es sólo el lugar donde se cree, sino también verdadero objeto de nuestra fe; por eso decimos en el Credo: «Creo en la Iglesia».
La llamada de Dios se realiza por medio de la mediación comunitaria. Dios nos llama a pertenecer a la Iglesia y, después de madurar en su seno, nos concede una vocación específica. El camino vocacional se hace al lado de otros hermanos y hermanas que el Señor nos regala: es una con-vocación. El dinamismo eclesial de la vocación es un antídoto contra el veneno de la indiferencia y el individualismo. Establece esa comunión en la cual la indiferencia ha sido vencida por el amor, porque nos exige salir de nosotros mismos, poniendo nuestra vida al servicio del designio de Dios y asumiendo la situación histórica de su pueblo santo.

En esta jornada, dedicada a la oración por las vocaciones, deseo invitar a todos los fieles a asumir su responsabilidad en el cuidado y el discernimiento vocacional. Cuando los apóstoles buscaban uno que ocupase el puesto de Judas Iscariote, san Pedro convocó a ciento veinte hermanos (Hch. 1,15); para elegir a los Siete, convocaron el pleno de los discípulos (Hch. 6,2). San Pablo da a Tito criterios específicos para seleccionar a los presbíteros (Tt 1,5-9). También hoy la comunidad cristiana está siempre presente en el surgimiento, formación y perseverancia de las vocaciones (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 107).

La vocación nace en la Iglesia. Desde el nacimiento de una vocación es necesario un adecuado «sentido» de Iglesia. Nadie es llamado exclusivamente para una región, ni para un grupo o movimiento eclesial, sino al servicio de la Iglesia y del mundo. Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos (ibíd., 130). Respondiendo a la llamada de Dios, el joven ve cómo se amplía el horizonte eclesial, puede considerar los diferentes carismas y vocaciones y alcanzar así un discernimiento más objetivo. La comunidad se convierte de este modo en el hogar y la familia en la que nace la vocación. El candidato contempla agradecido esta mediación comunitaria como un elemento irrenunciable para su futuro. Aprende a conocer y a amar a otros hermanos y hermanas que recorren diversos caminos; y estos vínculos fortalecen en todos la comunión.

La vocación crece en la Iglesia. Durante el proceso formativo, los candidatos a las distintas vocaciones necesitan conocer mejor la comunidad eclesial, superando las percepciones limitadas que todos tenemos al principio. Para ello, es oportuno realizar experiencias apostólicas junto a otros miembros de la comunidad, por ejemplo: comunicar el mensaje evangélico junto a un buen catequista; experimentar la evangelización de las periferias con una comunidad religiosa; descubrir y apreciar el tesoro de la contemplación compartiendo la vida de clausura; conocer mejor la misión ad gentes por el contacto con los misioneros; profundizar en la experiencia de la pastoral en la parroquia y en la diócesis con los sacerdotes diocesanos. Para quienes ya están en formación, la comunidad cristiana permanece siempre como el ámbito educativo fundamental, ante la cual experimentan gratitud.

La vocación está sostenida por la Iglesia. Después del compromiso definitivo, el camino vocacional en la Iglesia no termina, continúa en la disponibilidad para el servicio, en la perseverancia y en la formación permanente. Quien ha consagrado su vida al Señor está dispuesto a servir a la Iglesia donde esta le necesite. La misión de Pablo y Bernabé es un ejemplo de esta disponibilidad eclesial. Enviados por el Espíritu Santo desde la comunidad de Antioquía a una misión (Hch 13,1-4), volvieron a la comunidad y compartieron lo que el Señor había realizado por medio de ellos (Hch 14,27). Los misioneros están acompañados y sostenidos por la comunidad cristiana, que continúa siendo para ellos un referente vital, como la patria visible que da seguridad a quienes peregrinan hacia la vida eterna.
Entre los agentes pastorales tienen una importancia especial los sacerdotes. A través de su ministerio se hace presente la palabra de Jesús que ha declarado: Yo soy la puerta de las ovejas… Yo soy el buen pastor (Jn 10, 7.11). El cuidado pastoral de las vocaciones es una parte fundamental de su ministerio pastoral. Los sacerdotes acompañan a quienes están en buscan de la propia vocación y a los que ya han entregado su vida al servicio de Dios y de la comunidad.

Todos los fieles están llamados a tomar conciencia del dinamismo eclesial de la vocación, para que las comunidades de fe lleguen a ser, a ejemplo de la Virgen María, seno materno que acoge el don del Espíritu Santo (cf Lc 1,35-38). La maternidad de la Iglesia se expresa a través de la oración perseverante por las vocaciones, de su acción educativa y del acompañamiento que brinda a quienes perciben la llamada de Dios. También lo hace a través de una cuidadosa selección de los candidatos al ministerio ordenado y a la vida consagrada. Finalmente es madre de las vocaciones al sostener continuamente a aquellos que han consagrado su vida al servicio de los demás.

Pidamos al Señor que conceda a quienes han emprendido un camino vocacional una profunda adhesión a la Iglesia; y que el Espíritu Santo refuerce en los Pastores y en todos los fieles la comunión eclesial, el discernimiento y la paternidad y maternidad espirituales:

Padre de misericordia,
que has entregado a tu Hijo por nuestra salvación
y nos sostienes continuamente
con los dones de tu Espíritu,
concédenos comunidades cristianas
vivas, fervorosas y alegres,
que sean fuentes de vida fraterna
y que despierten entre los jóvenes
el deseo de consagrarse a Ti
y a la evangelización.
Sostenlas en el empeño de proponer a los jóvenes
una adecuada catequesis vocacional
y caminos de especial consagración.
Dales sabiduría
para el necesario discernimiento de las vocaciones
de modo que en todo brille la grandeza
de tu amor misericordioso.
Que María, Madre y educadora de Jesús,
interceda por cada una de las comunidades cristianas,
para que, hechas fecundas por el Espíritu Santo,
sean fuente de auténticas vocaciones
al servicio del pueblo santo de Dios.

Vaticano, 29 de noviembre de 2015

Primer Domingo de Adviento
FRANCISCO

Preguntas frecuentes

En directo, con un joven de hoy que se plantea seriamente la vocación sacerdotal

Me piden que me comunique contigo, que eres un joven que te has planteado la vocación sacerdotal, y que lo haga no en un programa diferido sino en directo; y lo primero que puedo decirte es que este encargo es el más fácil que se me puede pedir. Lo hago a mis 54 años de estancia en el Seminario de Vitoria como formador y director espiritual y te respondo entre tanda y tanda de Ejercicios espirituales; quiero decirte con esto que nuestro ministerio no tiene prevista una fecha de caducidad, se la pone el Señor, ya que en su Nombre actuamos, y te aseguro que tiene futuro.
La reacción primera que he sentido ante tu planteamiento ha sido felicitarte de todo corazón y expresarte mi convicción de que vas muy acertado, ya que el ministerio del sacerdote es el mejor servicio que se puede hacer en nuestro mundo: te adentra en el misterio de Dios y te acerca a la realidad profunda del hombre de hoy. Nadie puede unir mejor estos dos extremos que el sacerdote; con estos extremos en tus manos se desarrollará plenamente tu vida. Vete familiarizándote con que nuestra identidad es el amor a Dios y a los hermanos.

Me dicen que te planteas seriamente la vocación al sacerdocio. No sé qué es para ti plantearte en serio la vocación; pero sí puedo decirte lo que para mí es un buen planteamiento vocacional. Te lo concreto en tres párrafos:

– Que cuentes desde el principio con el aval y el apoyo de algún sacerdote que te conozca bien y con el que te hayas abierto en verdad. Y no es suficiente el ánimo que pueda ofrecerte ocasionalmente la persona que acaba de enterarse de tus planes. El primer paso hacia el sacerdocio necesita la garantía de un apoyo firme.

– Te diría que contaras, también, con un conocimiento suficiente -no completo, porque no es posible, pero sí ajustado- de tu persona: cuáles son los móviles de tu vida, tu capacidad de respuesta, la firmeza de tus decisiones, la fuerza de tu emotividad y el lugar de tu fe. Se explica que hagamos este subrayado sobre el sustrato psico-físico espiritual para evitar en todo lo que se pueda todo tipo de engaños. Damos por supuesto que sobre esta base se da la acción de Dios, que siempre es generosa, y más en el caso de las vocaciones.

– Te digo, además, que mires el origen de tu planteamiento al sacerdocio, es decir: si partes de la perspectiva atractiva que te ofrece el ministerio que tiene el sacerdote, o si tu punto de partida es la relación que ya vives con Cristo. Insisto en ello, porque, a mi juicio, hay diferencia, y mucha, en ambos planteamientos. No veo completo el planteamiento que parte sólo de la importante misión que corresponde al sacerdote llevar a cabo en nuestro mundo; me parece más completo partir de la relación con Cristo que incluya ya la valoración del ministerio. Es en Cristo donde debe descubrirse el ministerio; y en la relación de Cristo, debe vivirse.

Gracias por tu acogida. Esta comunicación me ha resultado fácil y gratificadora. Desearía que te haya servido. Gracias.

Saturnino Gamarra

¿Por qué me hice sacerdote? En el fondo de mi corazón, sólo tengo una respuesta: «Porque Dios lo quiso así». Yo no tenía ningún condicionante aparente que me condujera por este camino. Mi familia era, ciertamente, una familia seriamente cristiana. Pero no teníamos ningún pariente ni ningún amigo cercano sacerdote. Éramos una familia de clase media, austera, con más honor que dinero, más amigos de los libros y de la cultura que de los negocios.
Por mi manera de ser y por el ambiente familiar, me incliné desde niño hacia los estudios y la enseñanza. Desde muy pronto, a los nueve años, cuando hice el examen de ingreso para iniciar los estudios de Bachillerato, yo ya quería estudiar Física o Ciencias Naturales para ser profesor. Luego he visto que me hubiera equivocado. Me gusta más la Filosofía y la Historia que todas las demás ciencias. Excepto, la Teología, claro.
Comencé mis estudios de Bachillerato en el Instituto de Calatayud, mi ciudad natal, el año 1939. Tenía nueve años. El Instituto se llamaba entonces «Miguel Primo de Rivera». Recientemente los socialistas le han cambiado el nombre, como si cambiando las palabras cambiase también la realidad de las cosas.
En la vida hay hechos imprevistos que resultan decisivos. Para mí fue decisiva la llegada a Calatayud de un Sacerdote Claretiano, el P. Evencio Zubiri. El P. Evencio era uno de los pocos supervivientes de los dos cursos de seminaristas que las columnas de Durruti fusilaron inicuamente en Barbastro durante el verano de 1936. Llegó a Calatayud desde Alagón el año 1940. Venía con el fin preciso de encargarse de la Congregación Mariana que los jesuitas habían dejado erigida en Calatayud.
Desde esta humilde institución, con unas instalaciones más que deficientes, el P. Evencio revolucionó a toda la juventud bilbilitana. Él tenía el arte de ganarse el cariño y la confianza de los jóvenes. Con su manera de ser y de tratar con nosotros, nos ganaba para la fe, para la vida cristiana, para el apostolado, para la entrega vital y total a Jesucristo y a la Iglesia. El P. Zubiri era un auténtico apóstol. Predicador fervoroso, director de almas, maestro en la pastoral juvenil.
Estando así las cosas, algún compañero de curso me invitó a ir al local de la Congregación Mariana. Acudí con él a la Sabatina que los congregantes marianos celebraban todos los sábados en honor de la Virgen María. Al terminar la oración tuve la oportunidad de saludar al P. Evencio. Me gustó el ambiente y comencé a frecuentar el local y los actos de la Congregación Mariana. De esta forma tan sencilla comenzó una relación que iba a influir decisivamente en mi vida y que fue el instrumento providencial para mi vocación y el desarrollo de mi vida. Esto fue en otoño de 1942, tenía yo 13 años, comenzaba cuarto curso del Bachillerato de entonces.
En la Semana Santa del año 1943 acudí a los Ejercicios Espirituales que el P. Evencio dirigía para un grupo de jóvenes en el Colegio de los Hermanos Maristas. Y allí me esperaba el Señor. A mi manera, como lo puede hacer un adolescente de mi edad, en aquellos días viví una verdadera conversión. No decidí entonces nada sobre mi vocación, pero sí me decidí a poner a Jesucristo en el centro de mi vida y vivir intensamente mi vida de cristiano. Comencé a participar en la Eucaristía diariamente, a confesarme semanalmente, siempre con el P. Evencio, a rezar el Rosario todos los días y hacer cada día un rato de oración ante el Señor sacramentado. Me ofrecí también para ser catequista en un barrio periférico de Calatayud. El 9 de diciembre, con otros congregantes, hice por primera vez mi consagración a la Virgen María.
Como consecuencia de estas decisiones entré a formar parte de un pequeño grupo de congregantes que llevaban el mismo plan de vida que yo. En este contexto de amistad, de oración y de apostolado comencé a pensar en la posibilidad de hacerme Claretiano, sacerdote y misionero, para dedicar mi vida al servicio de Jesucristo y de su evangelio. Al principio esta idea me asustaba y levantaba en mí temores y rechazos. No podía pensar en la posibilidad de dejar mi familia, renunciar a mis proyectos de vida, entrar en el camino desconocido del Noviciado, los estudios eclesiásticos, el mundo desconocido de la vida religiosa, los posibles destinos de un misionero, etc. En este tiempo leí la vida de San Antonio María Claret y la de San Francisco Javier. Los dos santos presentaron ante mí la belleza y el atractivo profundo de la llamada que yo iba sintiendo dentro de mí cada vez con más fuerza y más claramente.
Fue en los Ejercicios Espirituales de 1944 cuando con gran lucha interior pero con gran resolución, llevado por la gracia de Dios y por la fuerza del amor, hice mi ofrecimiento y prometí al Señor que yo sería misionero, como San Antonio María Claret, como San Francisco Javier, si ésa era su voluntad. Volví a casa cansado, agotado, casi enfermo, por la intensidad de aquellos tres días. Seguí mis estudios con normalidad, pero por dentro todo era diferente. Aquello no era ya «mi mundo». Todo lo veía y lo vivía bajo la influencia de mis nuevas decisiones. Más de una vez sentía el dolor de tantas rupturas presentidas. Me dolía tener que dejar mi familia, mis padres, mis hermanos, mis amigos. Me angustiaba pensar en la incertidumbre de lo que podía venir. Me refugiaba en la oración de San Ignacio «Tomad, Señor, y recibid todo mi ser, mi memoria, mi entendimiento, mi voluntad, todo lo que soy». Eran como latigazos hirientes y fugaces. Pronto se levantaba de nuevo el deseo y la ilusión de dedicar mi vida entera, con el Señor, al anuncio de la salvación.
Nunca podré dar suficientes gracias al Señor de la fuerza espiritual que recibí en aquellos meses. Era prácticamente un niño. Todo eso lo viví con mis catorce y quince años. Siempre con una clara y firme decisión de entregar mi vida entera al Señor en una vida sacerdotal, religiosa y misionera. Me llenaba el corazón la fórmula de San Antonio María Claret, vivir al estilo de los Apóstoles, discípulos de Jesús y servidores del evangelio y de la fe en el mundo entero. En mi imaginación de adolescente ambicioso y soñador yo me hacía esta composición: «una vez que termine los estudios eclesiásticos, estudiaré física y pediré ir a Japón, conseguiré una plaza como profesor de universidad y desde allí me dedicaré a anunciar el evangelio de Jesucristo». Luego las cosas han sido diferentes. Antes de ordenarme como sacerdote, el Superior Provincial me dijo que iría a Roma a estudiar Teología. Los milicianos de la República habían matado a casi todos nuestros Profesores y era urgente preparar nuevos Profesores para nuestros Seminarios. Las clases de Teología en Valls, en Salamanca, en Roma, luego las Visitas Pastorales a las Parroquias y ahora de nuevo las clases, las predicaciones y los escritos a mi alcance han sido mi Japón. Espero, de todos modos, haber servido a la difusión del evangelio de la salvación de Dios donde Él ha querido y hasta donde mi debilidad ha llegado.
Ahora, a los 82 años, repaso mi vida y me asombro de la fuerza espiritual que el Señor me concedió y con la que enriqueció mi vida sin yo darme cuenta. Veía con toda claridad la primacía de la vida eterna, no me parecían decisivas las cosas o los proyectos de este mundo. Mi alma y mis aspiraciones estaban centradas en la persona de Jesucristo, en mi relación filial con la Virgen María, en el servicio al Reino de Dios. Nada me parecía comparable con el honor y la grandeza de colaborar con el Señor y con los Apóstoles en la difusión del evangelio de la salvación y de fe en el Dios de Jesucristo. Es verdad que tuve que dar pasos muy dolorosos, pero todo lo hice con normalidad y facilidad gracias a la iluminación y a la fuerza del Señor. Nunca he tenido que rectificar nada de lo que viví en aquellos años de iniciación. Más bien aquella experiencia inicial me ha servido de referencia para discernir las cosas en momentos de crisis y mantener vigente la orientación de mi vida. Nunca me cansaré de dar gracias a Dios por aquellos años de gracia. Ahora miro atrás y veo lo que realmente ha sido mi vida. En lo exterior, muy diferente de lo que en mi juventud soñaba. En lo interior, con la ayuda del Señor, se ha cumplido lo que Él quería: «Deja lo que tienes, ven, y sígueme». Sólo tengo una pena, no haberlo hecho mejor, no haber vivido más estrechamente unido al Señor todos los días y en todos los momentos de mi vida.

La vocación nos viene de Dios, la que Él quiere, cuando Él quiere y como Él quiere. Normalmente la gracia de la vocación se percibe cuando uno vive en un clima religioso fuerte, intenso. Normalmente se necesitan mediaciones y referencias concretas, el ejemplo de un sacerdote o de un religioso.

Creo que de esta pequeña historia se pueden deducir algunas cosas útiles. La primera y principal es ésta: la vocación nos viene de Dios, la que Él quiere, cuando Él quiere y como Él quiere. La iniciativa es siempre de Dios. Él ilumina, atrae, descubre posibilidades insospechadas, levanta deseos y despierta responsabilidades. Toda nuestra vida es así. Él abre unas puertas y cierra otras. Él nos da el deseo y el gozo de dejarnos conducir por los caminos de su providencia.
La segunda es complementaria. Normalmente necesitamos un clima religioso intenso para oír su voz y seguir su llamamiento. La gracia de la vocación se percibe con la fuerza suficiente cuando uno vive en un clima religioso fuerte, intenso. Donde hay jóvenes que viven intensamente la piedad cristiana y descubren la experiencia del apostolado y del servicio al prójimo necesitado, allí surgen sin falta las vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada, al apostolado. Donde no hay una experiencia profunda de fe en Dios y de amor radical a Jesucristo no hay nada que esperar. Las tácticas pedagógicas o psicológicas no sirven de nada. No hay trucos. Y ahora menos que nunca.
Y por último, normalmente los jóvenes necesitan mediaciones y referencias concretas, el ejemplo de un sacerdote o de un religioso fervoroso, entusiasta, alegre, generoso, amigo no posesivo, que facilite los pasos necesarios para sentir la vocación y seguirla con entusiasmo y fortaleza.
Seamos nosotros referentes positivos y oremos para que nuestras Iglesias sean bendecidas y rejuvenecidas por el Espíritu Santo con muchas llamadas y muchas respuestas. España, el mundo, nos necesitan.

Fernando Sebastián Aguilar

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